Siguió el movimiento de sus labios y adivinó las palabras atentas que todo buen camarero debe dirigirle a la clientela, y también observó en su mirada una cordial sumisión propia de la inexperiencia.—Lo de siempre, dijo con aplomo aunque con tono afable.
Para ser el primer día de trabajo, la cosa empezaba ya mal, y ante esa petición ya no le iba a bastar la gentileza de los chiringuitos, de modo que, disimulando su apuro y repasando con un paño limpio la barra, el aprendiz decidió afrontar el reto con la compostura requerida en los clubes señoriales a los que acuden solamente caballeros distinguidos.
—Ahora mismo, señor, respondió queriendo trasladar la seguridad que no tenía.
¿Qué tomaría un tipo como aquel a una hora en la que lo mismo se pide un café que un vermú e incluso un menú del día? Para esas preguntas no le habían dado respuesta en la acelerada formación que recibió la tarde anterior, y tampoco veía que su desaliñado compañero fuera a resolverle con su habitual desparpajo el gran dilema profesional al que se enfrentaba.
Mientras tanto, medio sentado en el taburete y observando a los asiduos, el cliente no parecía ni impaciente ni preocupado por lo mucho que ya tardaban en servirle, y esa indolencia no parecía sino agravar la situación detrás de la barra, un espacio sin escapatoria del que no es fácil salir indemne.
Vencido por las circunstancias e intuyendo un tropiezo ante sus compañeros, decidió aceptar que la prueba era de talla y consultó al veterano, que ya lo veía algo perdido.
—¿Qué suele tomar ese señor? Es que me ha pedido lo de siempre, y claro, yo…
Apiadado por su colega pero incapaz de resolver semejante contratiempo, se encogió de hombros como diciéndole que tenía que apañárselas, esa solución que deja más tranquilo a quien la da que a quien la recibe. Recurrir al consejo del jefe de sala era reconocer una debilidad que podría suponer un baldón sobre su incipiente reputación profesional, pero qué hacer si no.
Al otro lado del mostrador, el caballero, igualmente ajeno a las cuitas del camarero, se acercaba a una atrayente ejecutiva que, acosada por dos moscones muy bien vestidos, cambió una mesa por la barra y con la que quería entablar cualquier conversación, lo que le daba al inquieto empleado, desdeñado también por su jefe, un margen para poner en marcha su desesperada estrategia, que consistía simplemente en abrirle una botella de vino del bueno, servirle jamón y decirle que estaba invitado, lo que sellaría entre ellos una complicidad eterna y lo llevaría al paro acto seguido. Por suerte, una luz serena le atravesó la mente y le hizo ver que reconocer su impericia ante todo el mundo no era una deshonra ni una locura. Era una pregunta muy sencilla. ¡Qué más da!
Al verlo acercarse con las manos vacías y el rostro contrariado, el cliente, que ya había olvidado su pedido por tener a la vista intereses más ventajosos, sin dejar que el camarero abriera la boca, alzó un dedo, se acercó más a la señora, y señaló la copa vacía diciendo:
—Olvide lo de antes, tráiganos dos de estos.
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